No parar de pensar en la otra persona, suspirar cuando oyes su nombre, esperar ansiosa una llamada suya, quedarte embobada cuando te habla… Todos éstos son ejemplos de conductas que solemos mostrar cuando estamos interesados por alguien pero, ¿cómo evoluciona el “me gusta” al “le amo”?
Para enamorarnos tiene que haber primero un momento en el que sentimos que nos falta algo, en el que se produce una herida en nuestro narcisismo -amor hacia uno mismo-, pues si sólo nos interesamos por nosotros mismos no hay cabida para una segunda persona en nuestras vidas.
Este sentimiento nos conduce a la idealización de esa persona en la que nos hemos fijado. La colocamos en un altar y proyectamos sobre ella todas esas cualidades físicas y psicológicas que creemos podrían llenar nuestro vacío. Ponemos nuestro propio ideal del yo sobre el otro. Sin esta admiración nunca puede existir un amor real.
La otra cara de la moneda de esta adoración es el sentimiento de inferioridad, pues terminamos envidiando lo que nosotros mismos hemos creado. Nos tornamos hostiles porque la otra persona tiene lo que nosotros anhelamos y no somos capaces de lograr.
Para que finalmente funcione la relación, tiene que darse un mecanismo de defensa: la formación reactiva. Ésta es una actitud que marcha en sentido contrario al deseo del individuo por motivo de su propia censura moral. En otras palabras, la formación reactiva hace que mostremos una conducta opuesta que bloquea el sentimiento negativo que rechazamos de nuestro ser. Así, nuestros pensamientos de “lo odio porque tiene lo que yo no tengo” se sustituyen por un gran sentimiento y manifestación de amor.
Si este mecanismo de defensa sale adelante y superamos la envidia previa, ambas personas formaremos una pareja fuerte y resistente y seguiremos construyendo y buscando nuestro propio ideal del yo, pero esta vez entre los dos.